Las fiestas patronales de los pueblos atesoran las huellas de nuestra infancia. Huellas que se graban en el corazón y allí inician el éxodo junto a los años que van pasando por nuestras vidas, para convencernos de que no habrá instancias que reemplacen vivencias de ese tipo.
Al evocarlas, lo primero que viene a mi mente es la figura de la mujer, o de las mujeres, comenzando por la presencia imprescindible de la abuela, la que traía a su vez a la memoria sus propias experiencias, la que anotaba en letra cursiva casi ilegible la receta para preparar ravioles caseros, pollo al horno, budín de pan, flanes artesanales y tantas delicias que solamente las manos habilidosas de las mujeres de la casa, lograban emular y preparar con el aroma a familia que fluía de la pulpa misma del ingenio…
Se puede gozar en el eco de esas evocaciones, se puede recordar a la madre eligiendo el mejor mantel, separando los mejores platos, las copas más blancas, los cubiertos del juego; lavando con esmero la vajilla, las carpetas tejidas al crochet, adornando la mesa de madera…, y por supuesto las tías yendo y viniendo de una casa a la otra para consultar sobre el menú, para ir juntas a la novena del Santo Patrono, para sentirse más cerca que nunca.
Y a la noche, fría, por cierto, reunidas para preparar los postres, alguna que otra copita de grapa, o un mate con una pizca de café al cognac, eran motivos más que suficientes para calentar las expectativas del alma.
De todas esas menudencias de la vida cotidiana estaba atravesada la historia de las mujeres que nos precedieron, mujeres que evocaron y mujeres que realizaron; mujeres que soñaron y otras que materializaron, pero las fiestas siempre fueron la excusa valedera para no claudicar en la fe puesta sobre la maravillosa tarea de ser familia.
Y en este encantamiento no pueden estar ausentes las amigas: las adultas y las niñas, con quienes nos juntábamos para conversar de “nuestras cosas” detrás de la casa, para que nadie escuchara nuestros secretos infantiles. Luego, preferíamos alejarnos y caminar por las calles de tierra, ir hasta la plaza, saltar sobre los bancos de cemento, disfrutar de una tarde diferente, porque vivir la fiesta del pueblo, era un acontecimiento sumamente importante a la hora de cuchichear proyectos al amparo de anhelos compartidos a largo plazo.
Siempre las mujeres estuvieron presentes, muchas anónimas quizás, otras más populares, pero ninguna ausente en estos menesteres propios de la gente simple, o de la gente pobre, porque era como derrochar en los días previos a la festividad, y no solamente dinero o ingredientes, sino también un bendito derroche de familia; y eso se palpaba en cada hogar, dentro de lo cotidiano se notaba la pincelada de lo rebuscado, era como atreverse a vivir en un mundo de fantasía por unos días, hasta que nuevamente la vida siguiera su curso; pero ya nada volvía a ser igual; algo había ocurrido, el recuerdo atravesaba los músculos del silencio y todos traían a la memoria los pormenores de la fiesta.
Benditas las mujeres que siguen atrayendo a la familia en las fiestas del Santo Patrono, benditas las mujeres que nos precedieron, benditas ellas por habernos dado la oportunidad de amar y de abrazarnos, de seguir siendo familia más allá de las ausencias, porque de esos gajos que ya se secaron ha quedado la impronta en el tronco y en las raíces…
Elbis Gilardi
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Déjame tus comentarios o consultas aquí. Gracias