Desde siempre hay una mujer que espera detrás de los muros de la vida. La espera es una bendición heredada de nuestra condición de hija, esposa, madre. Esperar es una manera de detener el tiempo, o bien una instancia de impaciencia que nos consume la razón.
Espera una niña la liviandad de una madre, la soledad sin abrazos, la Navidad sin afecto…
“¿Quién no conocía la historia? Los pueblos rescatan del olvido los episodios, los idealizan, los enmarcan, les agregan capítulos. Por supuesto, soy yo, la que lloró detrás de una muñeca sucia y desgarbada, la que deshojó las horas espiando por una puerta mal cerrada, la que esperó vanamente el regreso, oliendo el vaho de la alfalfa, arrugando la espiga lisonjera, o juntando la luz del sol para que no me dejara otro día esperando el regreso de mi madre. (…) Papá insistía en no nombrarla. Fue duro vivir a solas, apretando a cada instante la muñeca de trapo, (esa que me regalaste la última Navidad que me quisiste )…”
Espera una madre el momento de dar a luz a su hijo, al amparo de una tierra por los cuatro costados extraña e inhóspita, una tierra con aires de ser la promesa, nuestra Patria la promesa de muchos inmigrantes, coronada de pájaros, arrullada por el viento norte, enmudecida de tanta llanura virgen…
“Se erizaba el mar. El vagido maduro y penetrante amaneció en su vientre antes que el día. Esa madrugada en ciernes, el niño retozaba alborotado en su seno. Sólo las madejas oscuras del océano desovillaban olas al horizonte. Hacía ya tres meses que habían dejado el hogar, la familia, la tierra…(…) María Josefina diluía en la boca el ácido sabor del desapego, la salinidad incontenible de las lágrimas, el pensamiento austero del futuro del hijo en sus entrañas. (…) Tiempo más tarde, Luis recordaría la emoción que provocó en su alma, el hecho de saber que su segundo hijo sería argentino”.
Espera el hombre enamorado a la mujer-fantasma, dibujada en el lecho, en el cuenco de la sábana aún caliente, en la cocina, avivando el fuego del amor, en el patio, junto al arrullo de un par de palomitas, en el agua deshaciendo la espuma y deshilando las algas, en la estrella apacentando las figuras de la luz, en la piel entronizando el recuerdo…
“Sintió otra vez en la piel el ardor del fuego al tratar de salvarla, de arrancarla de sus garras, pero había llegado demasiado tarde (…) Luego la desolación, el silencio, la indiferencia de la luz, royendo sus entrañas, el grito largo de un tero arracimado en el umbral de la tragedia…(…) Mientras abrazaba a su nieto una ráfaga de viento fresco del atardecer, le devolvió el aroma a dulce de peras…Era ella que volvía, envuelta en las aguas del océano, igual que aquella tarde, cuando arribaron a la Argentina, con escasas pertenencias y un inmenso amor atado al fantasma de la muerte.
Cerró fuerte los ojos, el canto del benteveo lastimó la meditación, sabía que era ella, ya le había prometido que vendría y se irían juntos. Para no regresar. Para continuar recogiendo peras a la luz de una historia iluminada en la pulpa de una fruta, para volver a germinar y ser nuevamente María…”
Hay siempre una mujer que espera con alegría o angustia, con pena o con una sonrisa, con convicción o fantasía. Mujeres que son leyenda porque así lo deciden los pueblos, o así se van construyendo los caminos. Mujeres que ya nacen para ser diferentes, y despiertan la curiosidad de quienes la rodean.
“Anita sentía una devoción especial por los pájaros, por el reflejo de la luna en el aljibe, por las plantas, por la lluvia y el mar. Siempre esperaba, acodada en su candente soledad. Solía pasar horas entretenida observando la caída de la lluvia, la recogía en baldes y palanganas; con ese tesoro caído del cielo bendecía sus plantas y llenaba cuencos pequeños con agua para que bebieran los gorriones. (…) Una noche de primavera, Anita salió al patio para ver la luna, abierta como una naranja en medio del cielo. Fue tal el impacto que produjo en ella la visión que todos los rezos y cadenas de rosarios se le subieron a la cabeza. Dios lograba de esa manera liberarse de su cuerpo, secuestrado esa mañana en la Iglesia; una emanación de luces celestiales salió de sus labios finos…esa fue la última vez que la vieron las sombras de la noche con la boca abierta.(…)”
Hay mujeres que continúan encendiendo recuerdos, demorando ausencias detrás de un portarretrato. Son esas mujeres que siempre fueron canal de depuración para la familia, mujeres que aprendieron a esperar sentadas en un sillón de madera acunando la soledad y el tiempo que nunca acaba de ser ni eterno ni efímero, simplemente porque es tiempo y nunca sabe cuándo va a dejar de serlo…
“Sin embargo, presiento entre sus manos la maravillosa ternura de la madre, la que espera cada tarde el regreso de los hijos y el esposo; la misma que tiende el mantel sobre la mesa larga, sin otra condecoración que un par de cajones laterales para emular alguna que otra nostalgia, un lugar común donde todos tomarán su merienda, contagiados del silencio del campo; ella los observa, siente el placer de ver a la familia reunida porque nunca se cansa de anhelar el regreso, porque es madre, porque es mujer, porque aprendió a esperarlos con el alma ardiente de promesas.”
Y de estas esperas cotidianas estamos hechos, con el mismo barro o la misma arcilla, viviendo bajo idéntico universo, anhelando las mismas cosas, luchando por idénticos ideales, amando idénticas estructuras, y otra vez esperando, esperando, esperando… Esto de esperar nos enseña a amar y a valorar, también a comprender que el amor está atravesado por la espera y la paciencia. Menos mal que los días son suficientemente largos como para aprender a hacerlo.
Prof. Elbis Gilardi
E-mail: elbisgilardi@brinet.com.ar
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