jueves, 13 de octubre de 2011

De los espíritus que habitan en los pueblos

Fue el día en que el lucero no se extinguió   y los gallos no pudieron anunciar la nueva primavera. Justamente, en ese momento se fundó la Colonia San Gaudencio.


     Las primeras familias que arribaron demarcaron sus límites y heredaron las huellas del viento sobre la voz dura de la pampa; fueron en su mayoría criollos a los que se les llamó lugareños, construyeron sus ranchos con adobe y paja, compartieron el solar y la pobreza con algunos gringos llegados del viejo mundo.

     Una vez constituida  la precaria Colonia se reunieron en casa de los Marchettini, se los consideraba  los más abiertos al diálogo; de esta manera acordaron por unanimidad (criollos y gringos) un nombre para la pequeña población y luego la construcción de un Templo que los salvaguardara de fantasmas y aparecidos,  según el argumento de algunos comentarios que ya estaban circulando por los alrededores.

     La colonia inauguró su nombre: Colonia San Gaudencio, y como es de suponer, el Patrono sería el santo homónimo, evitándose así una inútil polémica que desgastaría los lazos que empezaban a tejerse en la colonia. Este proyecto se concretó en un santiamén, considerando el espíritu cristiano que motivaba a los escasos habitantes, tanto argentinos como europeos. Y en admirable colaboración comenzaron a edificar la iglesia.

     En un rancho, oculto en el corazón de la llanura, vivían los Malori, familia conformada por tres mujeres solteras, un hermano en idénticas condiciones y un matrimonio, cuya esposa pertenecía también a la familia de origen. Todos ellos padecían diferentes males o deficiencias, producto de patologías congénitas o adquiridas en el transcurso de sus vidas.

     Durante el día, todo permanecía en calma, siguiendo el curso normal de las horas; al arribo de la noche comenzaba la hecatombe y los hechos sobrenaturales que se desarrollaban eran realmente escalofriantes. Los paisanos del lugar –más duchos en estas cuestiones de aparecidos y ánimas- contaban que los espíritus se reproducían en ese rancho, lo peor del caso es que se duplicaban en buenos y  malos. Cuando se unían, lo hacían de manera violenta, tan es así que los golpes huecos de sus huecos huesos se escuchaban varias leguas a la redonda, provocando en muchas personas hormigueos en la piel que duraban hasta tres o cuatro meses.

     Solían decir para hacer más escabrosa la narración, que eran almas dispuestas a cobrarse alguna deuda, atravesaban el silencio a paso de hombre en horas de la noche, y a pesar de ser invisibles quedaban impresas sus huellas a la mañana siguiente, huellas que ni el viento conseguía borrar si no soplaba con fuerza.

     También afirmaban que de buenas a primeras se escuchaba el trote pausado de un caballo decidido a penetrar las paredes de adobe de los ranchos, y sin causa aparente se detenía. Cuando los habitantes salían a la puerta para cerciorarse sobre la llegada del forastero, sólo se encontraban con el claro de luna, vacío y tenebroso, y una estela celeste presagiando alguna desgracia a corto tiempo. Los perros con la cola entre las patas, evidenciaban el típico temor de los animales ante situaciones insólitas.

     Otros cuentan que los vecinos más valientes de la comarca, fueron de visita al rancho de los Malori en horas de la noche, pergeñando excusas para poder percatarse del fenómeno. Comprobaron que en realidad ocurrían hechos extraordinarios. Aparecían sobre la precaria mesa de la cocina, – de buenas a primeras- enormes arañas o descomunales sapos y si alguien intentaba matarlos, motivado por el miedo, se multiplicaban en número y tamaño para evaporarse después en una convulsión nauseabunda, que provocaba decaimiento general en el cuerpo de los moradores y de los testigos del hecho.

     Fue tal la conmoción de los lugareños que llegaron a pensar en quemar el rancho para ahuyentar a los espíritus y así vivir en armonía, sin sobresaltos.

     Nuevamente convocaron a una reunión en casa de los Marchettini, primero para solucionar el problema de las brujerías y segundo para culminar con la obra, esperando un regalo del cielo y así no demorar más la terminación de la iglesia, para comprobar si de esa manera no tendrían que recurrir a la drástica estrategia de incinerar el rancho de los Malori. Después de exponer cada uno sus ideas, decidieron comenzar a rezarle una novena a San Gaudencio, a quien también bautizaron como al defensor de fantasmas y espíritus traviesos, para que éste a su vez, intercediera en el cielo y ante Dios con sus poderes de Santo y Mártir.

     En un primer momento el tumulto espiritual parecía haberse calmado, no obstante la gente continuaba venerando al Santo y Mártir San Gaudencio, y por supuesto a nuestro Señor.

     Es así como ante cada palabra anteponían y veneraban sus nombres, en la convicción que de esa manera aplacarían el temor que los mantenía en vilo:

- Voy a tomar mates si San Gaudencio y Dios quieren.
- Saldré al patio si San Gaudencio y Dios lo disponen.
- Encenderé la vela si San Gaudencio y Dios me iluminan.

Pero una noche, en que el silbido del viento arrancaba los suspiros del silencio, aparecieron en el aire millones de espíritus de todos los tamaños, las formas eran imprecisas, se suponía que podían ser los tormentos de los hombres corporizados de manera invisible, o la impotencia de aquellos que no lograron cobrarse las deudas. Había algunos inmensamente amorfos, otros más pequeños que enceguecían los ojos, otros casi invisibles que provocaban escozor en los lagrimales. Estos espíritus penetraron en los ranchos, mantuvieron a las personas atemorizadas durante horas; temblaron las paredes del cielo provocando una tormenta que se destrabó detrás de la futura iglesia y comenzó a llover como nunca llovió en el mundo. Las gotas de agua, heladas y gelatinosas estallaban en los techos ocasionándoles enormes e irregulares agujeros. Nadie hablaba, el silencio evaporaba los suspiros. Todos esperaban el final, el Diluvio Universal... Desde una de las puertas semiabiertas de la casa de los Malori comenzó a salir una horda de fantasmas que se transparentaba entre relámpago y relámpago; con estupor comprobaron que en realidad la familia entera se iba evaporando y convirtiendo en pepitas de azufre que finalmente estallaban contra el suelo. En medio del inminente vaticinio, esa noche alumbró el sol; cantaron las ranas y mientras lo hacían comenzaron a reproducirse por millares, de manera que ya no se podía caminar más entre las sendas de los amplios patios, ni tolerar el nauseabundo olor que despedían al croar.

     Los habitantes, tomaron sus escasas pertenencias y con trapos en la boca y la nariz para no morir de mal olor, iniciaron el éxodo y se instalaron tres kilómetros al este del espantoso lugar. Allí construyeron la nueva colonia, donde reinaba un mítico aroma a verbenas y flores silvestres, donde el croar repulsivo de las ranas había sido reemplazado por el bullicioso albedrío de gorriones, urracas, benteveos... Allí construyeron lo que con el tiempo se llamó pueblo de San Gaudencio. Atrás quedaron los espíritus, los temores, las historias, los batracios...

     De vez en cuando regresan con el viento rumores que provocan inquietudes. Pandemónium de historias que acosan los cerebros. Lo único que se mantiene en pie, son las ruinas de la Iglesia, allí duermen agazapados los espíritus. Nadie se atreve a despertarlos. Tienen clausurada la campana. Hipnotizada por el croar de las ranas.

     Y yo lo creo. Me lo contó mi madre, lo confirmó mi abuela, lo corroboraron mis tías, lo presiento cuando alguien me toma de los hombros y no encuentro las huellas de las manos...



Prof. Elbis Gilardi
E-mail: elbisgilardi@brinet.com.ar






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